De entre palabras de hace tiempo, nos explican cuestiones del hoy.
Nos chocamos y nos manoseamos entre nosotros.
¡No vaya a ser que el Otro tenga más que NosOtros!
¡No vaya a ser que al Otro le importe un carajo lo que hacemos!
¿Hasta dónde vale el juego?
¿Hasta dónde soy capaz de jugar?
¿Hasta dónde llega la persecución?
Aprendimos y aprehendimos a decir poco para que el Otro no se entere.
Aprendimos y aprehendimos a correr rápido para llevarnos la mejor tajada.
Aprendimos y aprehendimos a codearnos hasta sacarnos los ojos.
Aprendimos y aprehendimos a ver siempre los mocos en las narices ajenas.
Aprendimos y aprehendimos a sacarnos el jugo hasta el final.
Así, nuevamente, nos encontramos: vos, viviendo en un pasado y masticando verdades a medias; yo, con maldades de ayer a cuestas y sin recuerdos, para variar.
¡Tengo una buena idea! Echémosle la culpa al sistema, nuestro sistema operativo de cada día que nos hace lo que somos: que nos vuelve infelices o alegrones, que nos vuelve corruptos o resentidos, que nos vuelve verdugos o consejeros espirituales, que nos vuelve conservadores o demagogos, que nos vuelve de hielo o frígidos, que nos vuelve Ellos o de los Otros (no interesa quiénes, ya no importa).
Pero no nos olvidemos que somos nosotros los que nos movemos para echar a andar al Mundo todos los días, decidimos que rol jugar en este juego, hasta donde meter la mano en la lata y si nos la lavamos después. Decidimos si dar la mano o la espalda. Decidimos, si, decidimos.