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lunes, 3 de septiembre de 2012

Él no tenía quién le escriba






Y sos vos, vos, vos, y sólo vos. Yo tomo nota.
Ese era él sólo para él… y para el resto, era él también. Sigo tomando nota.
Él me hablaba de él, para él, por él, a través de él. Yo seguía tomando nota.
Pero como no soy buena con eso y nunca pude entender mi propia caligrafía es que decidí hablar de él a sus espaldas, apelando a mi memoria y a las suyas (por gusto (en) cargado)

Él no tenía quién le escriba mientras se maravillaba con los colores de la ciudad cuando está más que oscuro que había caído el sol desde hace rato.

Él no tenía quién le escriba pero creía que sólo sus noches merecían ser contadas. Porque  eran solamente en sus noches -las que atravesaban su cuerpo, su mente (y su/s soledad/es)- las que merecían renglones. Sólo eran sus noches las que podían explayarse por hojas y hojas de fabulosas descripciones de señoras/señores y señoritas/señoritos a quienes les robaba (o les robaban) sus noches; y que como fantasmas se les aparecían cuando cerraba los ojos y su cabeza se apoyaba en su almohada de recorte infantil.

Él no tenía quién le escriba y seguía empecinado en sus ojos claros llenos de huecos, en su pose despojada de verdades y repletas del qué dirán, en su pócima para ganar cada batalla, cada letra, cada canción, cada partido, cada encuentro.

Él no tenía quién le escriba mientras no dejaba de mirar las minas que entraban en su ombligo. Se metía el dedo, rasguñaba lo que iba quedando. Se limpiaba y seguía de largo.

Él no tenía quién le escriba y juntaba las moneditas para saber cuánta era su fortuna en discos, en minas, en palabras, en (re) versos, en amigos, en enemigos, en contactos, en anécdotas.

Él no tenía quién le escriba pero estaba casi encauzado en que llegaría el día en que podría sacarse las manos de los bolsillos y señalar a un punto y de la nada, sin hacer esfuerzos ni moverse de más encontraría lo que estaba buscando. Y que lo iría pateando como cualquier latita que uno encuentra en la calle y que a uno le da gana de hacerse el gran jugador, y la patea, y la pisa, y la aleja. Hasta que le iban a agarrar unas ganas terribles de levantar la latita y meterla en el basurero de su corazón. Era simple, él no tenía quién le escriba.

(Y nos daban ganas de hacer (nos) cada vez que decíamos adiós, y cada vez que nos des/encontrábamos. Pero él no tenía quién le escriba)

Él no tenía quién le escriba y su teléfono no paraba de sonar. Y le escribían pero él no leía. Y él leía lo que no entendía, y lo dejaba pasar. Y él hablaba pero no decía. Y cuando decía, lo decía para él, entre las paredes, a lado de las paredes, debajo de las paredes y de las sábanas, susurrando. Pero él decía de sí, solo de sí. Y se mareaba, se maravillaba y repetía historias, y solicitaba que tomemos notas, que nos perdamos en/tre sus victoriosas palabras. Pero él no tenía quién le escriba y se moría de ganas de que alguna vez sus palabras de verdad le pertenezcan.

Me tenía que sentar a escribir por en-cargos porque él no tenía quién le escriba. Desde ahí es que empecé a pensarlo desde este lugar, que no es el mejor lugar que se ocupar - pero es el único de mí para él. Y eso ya tenía demasiado valor entre los dos. Y era así que me tenía que sentar a lado de mis palabras y pensar (te) una vez más. Pero esta vez, tan evidentemente como para ponerme incómoda en mi propia silla.